El fin de este mundo
(…)
Mi mirada me sorprendió perdida, sin darme cuenta descansaba en dos niños que jugaban con vendajes sucios de algún herido de los que ya no los necesitaban.
¡Maldita sea! Se había dado orden de quemarlos. Las enfermedades nos mermaban casi más que el enemigo.
Me abalancé hacía el rincón en el que estaban.
-¡Dejad eso inmediatamente!
Salieron despavoridos, habían aprendido a temer hasta a sus sombras.
Pocos quedaron con alma tras las masacres cometidas después del derrumbe inesperado de las sociedades que poblaban el mundo… que creíamos civilizado.
Dentro de nuestros egoísmos enraizaba lo más ruin del ser humano, y cuando todo cayó éramos hienas, sin un concepto real de supervivencia o comunidad que nos uniera ¿el ser humano puede vivir solo? Eso pensamos un tiempo y así actuamos.
Cuando nos quisimos dar cuenta quedaba poco. En ese trepa concepto de supervivencia, hasta un niño era presa de la sanguinaria mano “humana”.
No quiero recordar esas cosas.
Sacudí la cabeza con energía, tal vez así cayesen de mi mente de una jodida vez lo que deseo borrar de la faz de la tierra.
Al alzar la vista, vi que se empezaban a haber grupos de camaradas. Inquisitivamente observé quienes los formaban, ya nos conocíamos todos.
En el final, paradójicamente habíamos aprendido a ser una familia.
¿Final? Seré imbécil esgrimiendo esa palabra. El fin será cuando no me sostenga ya un suelo. Porque este planeta haya saltado en pedazos de una condenada vez. No porque mi voluntad se haya doblegado.
Fui de las primeras en entablar la lucha que se dio en cada calle.
***
Grupúsculos de seres desalmados plasmaron su tiranía contra los que aun conservaban algún tipo de ética en su comportamiento, fue indescriptible.
Eran depredadores, pero no un depredador sano y de admirar.
Por las noches, en cuanto el sol se resguardaba aliviado de contemplar a su bastarda humanidad. Los batallones de hijos de la degradada sociedad, los que nacieron y crecieron en las sociedades que se decían libres, sembraban el terror por cada callejón de la ciudad. Era un fenómeno que se había extendido por todo el mundo “civilizado”. Ahora eran las culturas subdesarrolladas las que mejor vivían.
Aquí ya solo quedaba el caos, la barbarie y la destrucción total. Nadie nos ayudaba, los que antes controlaban nuestros gobiernos, al ver que todo se les iba de las manos, y al observar que ya nada podían sacar de nosotros, nos dejaron a nuestro libre albedrio.
Ahora siguen viviendo felices en sus refugios, supongo, y somos nosotros los que hemos sumergido en otra edad media a nuestro continente.
Los fuegos ardían en cada calle, unos para poder calentarte las manos, otros por el saqueo diario.
Los gritos, lamentos, llantos, martilleaban la conciencia del que la tenia. Violaciones, muertes, torturas…El robo era solo de alimentos, pero pocos tenían algo que llevarse a la boca en este tiempo.
En algunos sitios se había llegado a hablar del canibalismo, prefería pensar que era una invención.
Casi nadie sabía cultivar la tierra. Casi nadie en nuestro mundo sabía subsistir sin ir a un supermercado. Los saqueadores, a los que llamábamos “chacales” en cuanto veían a alguien que había logrado hacer dar frutos a la tierra, no tardaban en atacar la propiedad, siempre esperando a que estuviera lo suficientemente maduro el fruto. La familia, dueña del cultivo, no dudaba en arriesgar la vida por defenderlo ¿Cómo vivir sin esos alimentos? Los asesinaban sin piedad.
Y como una tribu nómada que era, jamás se planteaban trabajar para su subsistencia. Solo robaban al que intentaba valerse por sí mismo.
Unos pocos habíamos decidido formar una comunidad.
Si manteníamos esa comunidad y nos defendíamos los unos a los otros, podríamos conseguir un poco de paz y sobrevivir.
Nos alejamos del núcleo urbano hasta donde pudimos. Venían niños y sus madres, algunos por el hambre apenas podían sostenerse, no podíamos ir mucho más allá de lo que estábamos.
Al menos el asfalto no asfixiaba la tierra y teníamos grandes extensiones con las que intentar organizar una población, un pueblo, una comunidad capaz de crear y sobrevivir a la audestrucción por la que había optado la mayoría.
Había un pequeño rio, que apenas daba una hilera de agua. Si la hervíamos varias veces conseguíamos que no nos matase…al menos al instante.
Intentamos, al asentarnos, no alterar mucho el entorno. Quisimos no cometer errores anteriores. Así que aprovechamos formaciones rocosas para hacer los hogares de cada uno. Éramos 30 familias, en total la comunidad estaba compuesta por 93 miembros.
Yo era una de las niñas que viajaba entre ellos.
(…)
Fragmento de una obra futura
Carmen M. Padia
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