domingo, 21 de septiembre de 2014

 
El mundo no es sino confusión y tormento.
El odio destroza sus entrañas.
Mata, mancha y arrastra a sus vÌctimas en el oleaje fangoso de su furor.
Los hombres se buscan con maldad de chacales.
Se les oye rugir en la noche iluminada por los rayos....
Los pueblos se detestan.
Los individuos se detestan.
Ya no respetan nada, ni siquiera  al vencido que yace en la tierra, ni a la mujer que implora, ni a Los
niños de ojos abiertos a los sueños.

Ha muerto el soñar.

Solo vive la bestia, la bestia salvaje que pisotea a los tÌmidos y a los fuertes, a los inocentes y a los culpables.
Todo titubea, el armazón de los Estados, las leyes de las relaciones sociales, el respeto a la palabra.
Los hombres que antes, creaban la riqueza en un esfuerzo redoblado, se enfrentan ahora como fieras desencadenadas.

Mentir es sólo una forma mas de ser hàbil.

El honor ha perdido su sentido, el honor del juramento, el honor de servir, el honor de morir.
Los que permanecen fieles a estos viejos ritos hacen sonreÌr a los demàs.

La virtud ha olvidado su dulce murmullo de manantial.
Las sonrisas no son ya confesiones del amor
sino reticencias, estafas o rictus.

Se asfixian las almas.

El denso aire está cargado de todas las abdicaciones del espìritu.

El olfato busca en vano un aura pura, el perfume de una flor, la frescura de una brisa impregnada de mar...

El mar de los corazones està hosco. No tiene velas blancas. No hay alas que canten sobre su lomo inmenso.
Los jardines del corazón han perdido su color. No tienen pàjaros. ¿Què pàjaro, por acaso, podrÌa cantar en medio de la tormenta, mientras el hombre busca al otro hombre, para odiarle, para corromper su pensar, para hollar con los pies la rosa?

Los dones han muerto, el don del pan para los cuerpos fràgiles, el don del amor para las almas que sufren.

¿Amar ? ¿Por què ? ¿Para què amar?

El hombre, encerrado en su concha, ha hecho de su egoÌsmo una barricada. Quiere gozar. La felicidad, para èl, se ha convertido en un fruto que devora ·vidamente, sin recrearse en èl, sin repartirlo, sin dejarle, siquiera, ver a los demàs.
¿Para què aguardar al fruto maduro que tendrÌa que repartirse entre todos?
El amor, el mismo amor, ya no se da a los demàs; se huye con Èl entre los brazos, deprisa, deprisa.

Sin embargo la ù̇nica felicidad era aquello: el don, el dar, el darse; era la ù̇nica felicidad consciente, completa, la ù̇nica que embriagaba, como el perfume sazonado de Las frutas, de las flores, del follaje otoñal.

La felicidad sòlo existe en el don. Su desinterés de sabores de eternidad, vuelve a los labios del alma con dulzura inmortal.

Dar: haber visto los ojos que brillan porque han sido comprendidos, alcanzados, colmados.

Dar: sentir esos anchos estremecimientos de dicha, que flotan como inquietas aguas sobre el corazòn, sù̇bitamente serenado, empavesado de sol.

Dar: haber llegado a esas mù̇ltiples fibras secretas con las que se tejen, los misterios ardientes de una sensibilidad, emocionada, como si la lluvia suave del verano hubiera refrescado los rosales que trepan por los muros polvorientos y càlidos.

Dar: tener el gesto que alivia, que hace olvidar a la mano que es de carne, que derrama un deseo de amar en el alma entreabierta.

Entonces, el corazón se torna tan leve como el polen de las flores, y se eleva como el canto del ruiseñor, con su misma voz ardiente, que alienta nuestra penumbra.
Desbordamos la felicidad porque hemos derramado la capacidad de ser dichosos, la felicidad que no habÌamos recibido para
que fuera sòlo nuestra, sino para derramarla, porque nos ahogaba, como la tierra que no puede retener sus manantiales, los deja desbordar sobre las flores numerosas de las praderas, o por las
hendiduras de las rocas grises.