El sudor no podía impedir una visión exacta de los movimientos del enemigo, no podían cedernos los cuerpos a pesar de las horas de combate, no podíamos pararnos a cortar hemorragias, o a recoger el cuerpo de los caídos. Era el fin de todo lo que amamos y conocemos, era la sumisión, dejar de ser libres y maniatar las manos de nuestros niños y de los que están aun por nacer. Era negarle a nuestro amado sol que brillase sobre nuestras cabezas, era perder el plateado de los rayos de nuestras lunas, era secar nuestros campos, matar nuestro ganado, era hincar la rodilla por siempre. No podíamos permitirlo.
No, no moríamos por nada, la nada eran ellos en nuestro suelo, mezclándose con nuestra sangre, doblegando a los nuestros, borrando nuestra historia y legado. La eternidad llegaría con el último latido de nuestros henchidos pechos, allá donde íbamos no nos faltarían sus risas y sus gritos de júbilo al saberse salvados los hijos de nuestro pueblo. Nuestros latidos se harán eternos en el correr de la sangre de los nuestros, en cada casa nueva que se levante, en cada nueva victoria, en cada nuevo avance, en cada animal que se sacrifique para dar alimento, en cada llanto de un recién nacido lacedemonio.
Entregar a los nuestros sería morir para siempre y sentirlo una y mil veces en cada pecho espartano. Nuestro cuerpo muere hoy, nuestra gloria será eterna y nuestra civilización permanecerá impresa en los libros que hablan sobre gloria y honor.
La batalla de las Termópilashttp://www.tribunadeeuropa.com/
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