lunes, 31 de marzo de 2014

Juan Pablo Vitali


Los perros
Los mastines del odio rugen, y con su aliento derriten la insondable negritud de un territorio secreto.
    Huyen, arrastrando los pies como fantasmas humanos, como si su naturaleza animal fuera de pronto vencida por el destierro.
   Van por las luces  blanquecinas del otoño. Son tenaces, y ruedan sus colmillos blancos por la arena, hasta rodear mis tobillos con sus babas; me obligan entonces a arrodillarme, e implorar cobardemente por mi vida.
   Esas sombras asesinas, consiguen horadar con sus pasos las rutas que llevan hacia el Sur. A su paso, estallan los cristales, y declina el límite azul de las miradas.
   Los cánidos de ligeros pasos ennegrecen el aire. Son rebeldes al sol y a la luna, me buscan cruzando los arroyos, o cuando transito por los sólidos puentes de acero, cantando las canciones que la más antigua memoria de mi estirpe me permite.
   Algún día me alcanzarán, entonces les devolveré su sangre en vasijas de este mismo barro, y engarzaré sus ojos en puñales, y sus pieles colgarán en mi palacio de rojos ladrillos traídos del infierno. Y sus orejas, como antiguas mariposas, pinchadas en alfileres lucirán sobre maderas que lustrarán al efecto mis esclavos.
   Con nuestras manos amputadas, construiremos las naves apropiadas para volver al centro de la tierra hueca.
   Siento el olor de los enviados, porque mi olfato es aún más fino que el de su raza.
   Puedo oler las secreciones de sus vísceras, sus hocicos húmedos sobre el pasto.
   Puedo adivinar sus intenciones, haciéndome así invencible.
   Ya algunas de sus cabezas, cuelgan sobre los alambres del perímetro. A veces voy hasta los límites, para sólo ver sus órbitas vacías.
   Entonces me percato que sus naves rondan este territorio, con sus proas y sus popas de aleaciones eternas.
   Observo los navíos devorados por los peces sicarios, con un odio irracional, desconocido para nosotros que matamos sin odio, sin ese odio salvaje que ellos acopian y los hace deleznables.
   Me duelen de agua los tobillos, de no detenerme nunca. Me duele la voz de gritar las voces de combate. Me arden las manos de pulir las hojas del acero.
   Los perros se sumergen en el barro. Increíblemente sobreviven, en esa masa de amasijo orgánico que se desplaza silente bajo la planta de nuestros pies.
   Entonces los espectros, lloran en su hermético idioma.
   Los relojes de los muertos flotan en el aire, descabezando luciérnagas con sus agujas metálicas. Sus cómplices son murciélagos que destruyen los documentos secretos, aprovechando su versátil desenvolvimiento nocturno.
   El cielo se desploma sobre las banderas. Estoy solo. Finalmente me enfrento a mi destino, a mi mágico exilio, a mi Patria de nubes y traiciones.
   Finalmente el nombre accede a lo nombrado.

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