jueves, 2 de enero de 2014

Sísifo en Granada.


Cuenta la leyenda que Sísifo, rey de Corinto, era un notas que no se cortaba un pelo en vacilar a los mismísimos dioses. Según parece, Zeus, muy aficionado, como es sabido, a raptar mortales macizas, había hecho lo propio con una tal Egina que debía de estar bastante buena. El padre de Egina, Asopo, que era también un dios, se tomó a mal la cosa y, aprovechando que pasaba por Corinto, le pidió a Sísifo que se tirase el rollo y le echara una mano para localizar al sinvergüenza que se había llevado a la chavala. Sísifo, a cambio del correspondiente soborno, le largó toda la movida a Asopo y, claro, se lió parda.

 El caso es que a Zeus no le hizo maldita la gracia tanto chismorreo y condenó a Sísifo, por chota, a empujar un pedrusco montaña arriba con tan mala idea que, cuando estaba a punto de llegar a la cima, el pedrusco, que pesaba un huevo, rodaba otra vez hacia abajo y Sísifo, hecho un pringadete, tenía que volver a subirlo. Y así hasta el infinito y más allá. Una cabronada, como puede apreciarse. Y un coñazo.  
El caso es que hoy, 2 de enero, Aniversario de la Toma de Granada que puso fin a casi ocho siglos de invasión sarracena de España, viendo el panorama político-festivo que disfrutamos, no he podido evitar recordar la condena de Sísifo. Sólo que en nuestro caso, en lugar de subir una piedra eternamente a la cima de una montaña, la condena consiste en dejarnos los huevos para librar a nuestra Patria de mangantes, invasores, cabronazos y demás fauna para, cuando lo conseguimos tras grandes esfuerzos, tener que volver a empezar.
Y es que jode bastante que quinientos veintidós años después de que los españoles culmináramos la victoria contra la morisma que nos llevaba haciendo la puñeta ocho siglos, de que expulsáramos por fin a los judíos y pusiéramos los cimientos para nuestra unidad territorial fundando el primer Estado moderno de Europa, estemos como al principio: gobernados por una panda de chorizos, con nuestra unidad territorial puesta en riesgo por la ineptitud, necedad e hijoputez de los políticos, y con una chusma (electorado la llaman los cursis) más pendiente del libro de Belén Esteban, del disco de Paquirrín, de la cadera del borbón, o de las mongoladas de Ana Botella que de los jetas, mamonazos, mangantes, cocougeteros y personal adjunto que viven como Dios a costa de la pasta que nos trincan. 
Por eso, la Toma de Granada,  conmemoración gozosa aunque sólo sea por ver el berrinche que se suelen llevar los perroflautas, gilitertulianos comenabos y demás lamentables especímenes de la progredumbre, es en realidad un triste recordatorio de que  los españoles tenemos el superpoder de convertir en mierda inútil las gestas más gloriosas de nuestra Historia. Como en la condena de Sísifo, tras conseguir que el último mojamé nos entregue las llaves de Granada, el pedrusco vuelve a rodar cuesta abajo y volvemos a estar junto a Pelayo en la gruta de Covadonga. 
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